Repetición, repetición, repetición de años pasados. Subraya con rojo. ¿No con verde? No tengo rojo. Imbécil. Con el color que te entre en gana, puto. Encierren el cuadro con regla. No tengo regla. Pues hazlo sin regla, troglodita, o no lo hagas, a todos nos importa un pepino.
Analizar un cuento es tan cruel como revelar el truco que hay detrás de la magia a un niño, en especial si tiene la cara toda untada de chocolate y de asombro. Detenerse en cada punto (a veces a mitad del beso, del incendio, qué osadía) a escuchar en voz de narrador de propaganda decir "Concatenacíón, Prosopodis, Esticomitia, Anacoluto, Epopeya..." y ver cómo las personas que vuelven al beso arrancado ya no encuentran igual la boca del otro, sabe como a Epanalepsis, y cómo el incendio trata de seguir quemando pero ya no puede arder.
Un cuento analizado está todo lleno de huecos, sabe amargo, está usado como papel de baño. Luego de analizar un cuento por horas, los ojos se empiezan a desviar por las letras porque mirar las formas de las nubes o pensar en lo molesto que es estar rodeado de gente resulta menos doloroso que ver como desgarran y se pelean desde todas las esquinas al pobre cuento, que no tiene la culpa de haber terminado en un colegio. Cada estudiante que responde con la misma voz de narrador al profesor colabora con la destrucción del cuento, que va perdiendo su ropita rasgada y se va poniendo gris y lleno de huecos por donde las hadas y los duendes van saliendo y se convierten en un polvo blanco al pisar el salón. El proceso es más dramático cuando tratan de sonar inteligentes. Idiotas. Idiotas. Idiotas.
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