sábado, 21 de marzo de 2015

Húmeda entre-pared

Entramos e inmediatamente tocó las paredes. Mientras sus dedos recorrían los muros, su piel palidecía y se abría lentamente en grietas calladas. No me miraba, pero vi sus ojos humedecerse como todas las esquinas, la pintura inflada y las maderas chirriantes, el olor se remojaba a su paso.
Al contacto con sus dedos, la pintura vieja recordaba ríos y goteaba, llenándola de un horrible verde color manzana, color manzana verde, color verde manzana, manzana color verde. 

Ya no eramos ella, yo, y la casa. Era yo en un cuarto con pulmones azules. Con sus pisadas, las escaleras hacían el ruido de los dientes de león cuando vuelan. Con las mías, el de dos osos encerrados en un sótano lleno de osas, en la mitad de un temblor, a 42°C.
Noté que sus ojos se habían tornado del mismo color del papel de las paredes, de los pulmones azules, de las cortinas. Las ventanas no veían su reflejo, del otro lado ella ya me había dejado, o nunca había llegado. A su paso se sentía un calor de madera de más o menos un metro de diámetro. La casa crujía. Cada fibra respiraba su nombre, me estaba quedando sorda y corrí al sótano para esconderme del ruido, pero ni siquiera allí pude escapar de su respiración. 

Hizo que el fuego se prendiera como si hubiera sido ayer, y que el agua de la llave saliera con la fluidez y el silencio de una medusa embarazada, que ni siquiera tosió, mojando los restos de comida que aun se enredaban en el tenedor, los dos cuchillos y la cuchara, y la capa de tiempo que se negaba a moverse, jugando a llenarse de huecos, a paralizarse en agujeros negros, a no arrugar los dedos, a ver quién reía más fuerte.  Fue al baño y tiró de la cadena que bajó con la tranquilidad de una orinada en la mitad de la noche -con los ojos aun entrecerrados y las luces apagadas-.

En el piso frente a la puerta revoloteaban cientos de cartas con su nombre, Ambrosia, Ambrosia, Ambrosia, Ambrosia; chillaban sabiéndose condenadas a nunca ser abiertas, pero eso sí, ante la más pequeña amenaza de polvo brincaban como un concierto de globos de helio, y limpias, y aun con el olor de la mano del cartero, esperaban, esperaban, esperaban, -si repites lo mismo muchas veces pierde el significado, dijo mamá-esperaban, esperaban, esperaban.

Llegamos a una ventana que parecía puesta por un onironauta con insomnio, que no daba a ninguna parte, quizá a una pared morada o a unas escaleras estrechas, pero a ninguna parte. Era del tamaño de una cabeza y estaba completamente perdida en esa pared, arañaba el puesto más ridículo, pieza de un juego olvidado que por miedo a perderse se incrustó en ese lugar absurdo. La ventana colgaba en la pared donde antes estaba su cama, desde donde miraba por largas horas a través del cristal, esperando el día en que del otro lado apareciera sonriendo su peor enemigo ¿Para qué más estaría ahí? 

Y una noche cualquiera, cualquiera que sea la noche, la ventana había copiado la sonrisa que se hizo en la boca de ella al encontrar su cara del otro lado, con fondo de pared morada o de escaleras estrechas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario