lunes, 13 de octubre de 2014

Oto.

Cuando salía por la puerta sólo pensaba en lo linda que sería la vida.
Decidí que para irme sólo necesitaría un poco de ropa, el dinero suficiente para pasar fronteras, gente amable y la ayuda del sol. Y cigarrillos.
Mientras me alejaba los pensamientos eran tantos y tan fuertes que jalaban como un millón de globos de helio atados a la puntita de mi cabeza, y los pasos se hacían cada vez más livianos y la gente se veía cada vez más pesada.
Pensé en Oto. Ese Oto hombre con Oto aspecto. Oto amigo...

Era marzo y caminábamos por un parque. Él me hablaba, con voz de puberto, del chocolate de las cafeterías de la ciudad, de los baños públicos que siempre estaban ocupados y de toda la mierda que se hablaba a diario en las ciudades, de toda la mierda que comíamos.
Oto es menor que yo y camina siempre con la cara medio escondida tras unos viejos audífonos. Nunca lo he visto sin ellos, y constantemente lo imagino en una importante conversación, deteniéndose a mitad de palabra y I think it's time for me to finally introduce you ro the Buena buena buena buena good good goooooooood .. qué decías? Salud. Gracias.

Busqué un teléfono público, llamé por cobrar y su voz pubertosa sonó al otro lado de la línea.
-Aaaálo.
Le dije que tirara todo y se fuera conmigo. Él se rió con esa risa con la que todas las excusas comienzan. Él decía - Yo... yo no puedo, aghh, carajo. Le dije que pensara en todo lo que me había dicho, que recordara el sabor de la mierda y que nos íbamos en media hora. El teléfono olía a orines y colgué.
Le había dicho que en media hora nos veíamos en la 7ma con 170, por donde pasaba el bus que nos llevaría a la 13, a la salida de Bogotá, ciudad de números. No lo volví a llamar. Media hora es suficiente tiempo para decidir si el sabor de la mierda es mejor que el del helado de chocolate con chocolate y chocolate y freeesa,
Caminé con mi maleta a la espalda, crucé la calle de mi casa, esa calle que me alejaría por quién sabe cuánto tiemo. Al otro lado me crucé con cuatro mujeres cuyas madres no reconocerían a su hija entre las otras al verla en ese momento desde atrás, con ese pelo regado de un solo brochazo. Pensé en que sus bocas habrían de saber mucho a mierda.

El bus llegó. Verde, rojo y blanco. Pasaje por mil, que todo bien, no me mire con esa cara. Me senté atrás con las piernas recogidas, y así como estaba, en esa posición toda fetal y con paquetes de compras de desconocidos tan cerca a mi nariz que podía oler la cebolla y la panela que habían dentro, me fui alejando en ese minúsculo y destartalado bus de esta hermosa y cambiante ciudad, esta ciudad a la que no volvería en mucho tiempo. Pensé en que extrañaría esos antiguos buses, tan agresivos, tan dueños de las calles.

Nunca volví a saber de Oto.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Yo y mis colibríes

Cuando abras la puerta y pases las paredes,
te empiece a oler distinto, total desconocido,
te olerá a nuevos colores, desorientado estás,
rodeado de figuras
que cambian su forma al compás de una música desordenada.

Habrán baldes llenos de gente,
te gritan a destiempo palabras,
escasas de sentido, para ti solo es un ruido.
Para mi son rockolas voladoras,
recetas de un perfecto caos incoherente

Es una muñeca. Con desordenes mentales. No entres al sótano, don't go to the basement. No verá al psiquiatra. El sótano es su hogar. Cantar y caminar, lo más fundamental. Me encanta como gira, me mira, grita.

Todos viven allá afuera,
en el sótano solo mis pies y mi cabeza.
Los colibríes conmigo y su bandera,
son millones, no tienen pico,
hablan con mi boca, miran con mis ojos,
vivimos en un caótico circo.

Soy una muñeca. Con desordenes mentales. No veré al psiquiatra, para eso ya estoy rodeada de pastillas. Disfruto de la risa hasta que duelan las costillas.

El vidrio sucio que da al mundo,
parejas sin miradas, matrimonios con relojes,
manual para sonrisas, aplastan mis sentidos.
La casa es de cartón, ellos escondidos,
también de cartón son.

Welcome to the basement.
Close the door, lift up the walls,
throw up reallity, roll on the floor,
get rid of your clothes.

Nuevo es este cielo

El día estaba un poco roto cuando llegué. Un poco rasgado y vuelto a remendar a la rápida por unas manos temblorosas. Era uno de esos jueves de marzo en el que me desperté queriendo ser lo que fuera menos un humano. Podría ser un oso polar. El recinto olía a sábanas limpias, comida recalentada empacada en platos de icopor y papel celofán, climurfanol 600mg, pecueca y anuncios de despejen los pasillos- despejen. La enfermera, que tenia puesto maquillaje con cara y unas manos carrasposas que olían a detergente barato, me acomodó después de acompañarme por el largo pasillo, blanco, en mi cama fría, blanca. La enfermera, Blanca, tenía un uniforme, blanco. Antes de haber llegado a la habitación me había dicho que mi compañera de cuarto tenía mi edad y una enfermedad terminal. La enfermera abandonó la habitación con pasitos afanados, de pronto para ir a coquetear con el jardinero que vi a la entrada , ése con cara de ballena triste y overol verde. 
La habitación era pequeña, retratos de personas saludables y felices colgaban en las paredes, blancas. Qué ironía. Una mecedora de mimbre con muchos de mis medicamentos ya ordenados encima. Desde que soy pequeña me gusta jugar a que las cajas de colores de éstos forman una ciudad con gente que sopla bombas de jabón , monta bicicleta y canta canciones al ir a comprar el pan. Como las de las películas.
Mi cama estaba al costado de la puerta, al lado de un mueble, la de ella al lado de la ventana, de la única ventana que había. "Soy  Lena, ¿cómo te llamas?", le dije desde mi cama tímidamente. Se volvió hacia mí y en ese momento me pude dar cuenta de que, aunque tenía mi edad, doce años cumplí en febrero, parecía de unos difícilmente 8 años mal vividos. Pálida, con los ojos en modo avión y una carita como de mierda, no me hables que estoy pensando en colibríes ahogándose en ácido, si me rompes los sueños te desconecto el suero y te rompo la carita. "Olivia", me dijo.
Olivia ... así se llama la señora gorda que vende figuras de globos al frente de mi casa.  Mi casa. Cuánto tiempo estaré fuera de ella, lejos de mamá y de Toto mirando al cielo, rascándose la oreja, mirando al cielo, bancas con naranjas despampanantes.
"Qué linda tu muñeca", balbuceé. Le iba a preguntar cómo se llamaba cuando sin darme tiempo la cogió, se la puso sobre las piernas y dijo como si las palabras no fueran para mí: "Se llama Señora Rizos". Le dirigí una sonrisa pero estaba con la mirada pintada en la ventana. 
 "Qué hay afuera?", le pregunté- Yo no me puedo mover, mis piernas se fueron un día a montar bicicleta hace unos 4 años y decidieron no volver. Nuestras camas estaban separadas por una cortina azulita, una cortina que probablemente había visto muchas personas morir o insumirse en sus medicamentos y máquinas alejándose de todo lo real. Perdida en su mundo de mariposas y alientos perdidos me respondió:"Está un señor dándole de comer a las palomas grises en un parque lleno de flores de todos los colores. También está la señora que viene todos los jueves a vender avioncitos de papel de revista." Que lindo tener la cama de la ventana, yo solo puedo ver el armario.
9pm. Volvió la enfermera con los ojos más cansados y probablemente sudores en los pies a darnos la cena. Plato de plástico tapado por papel transparente, adentro una carne y arroz con zanahorias. No comí nada. Nada sucedió y decidí no interrumpir a Olivia mientras comía lentamente. Cómo me gustaría preguntarle qué hacía antes de venir a este lugar, a qué sabían sus domingos por la tarde y como se llamaban sus vecinos.
Media hora llena de silencios después, Olivia se volvió hacia la mesita de alado de su cama y se tomó unas pastillas verdes que ya había tomado 3 y 6 horas antes. Los días pasaron sin novedades. Me gustaba preguntarle qué pasaba al otro lado de la ventana y me podía imaginar por horas al hombre del monociclo con su gorro amarillo, a los niñosjugando a la rueda rueda de pan y canela, a la pareja discutiendo porque él babeó mucho el algodón de azúcar, a la mujer que venía los martes a hacer su show de la mujer elástica, retorciéndose entre unos cubos de colores, al niño que hacía figuras de origami con las hojas de los periódicos que encontraba y al viejo con su cajita musical , entre muchas otras cosas emocionantes que pasaban allá. Ella me las contaba con una pasión como si ella misma estuviera afuera vieviéndolo todo , y así me hacía sentir a mi también.
Nuestros días se basaban en pastillas verdes cada 3 horas, comidas recalentadas, visitas de la enfermera distraída, de vez en cuando un programa de televisión cualquiera, mi libro de búhos, mis pastillas y dejar volar a mi imaginación hasta el parque.

A media noche de algún día de mayo de luna como llevada y olor a sangrecita en el pasillo, Olivia se levantó ahogándose entre las sábanas. Yo me desperté al oír sus respiraciones cortadas y afanadas, esas que produce el cuerpo cuando pide ayuda desesperadamente, esas respiraciones que trataban de reemplazar a la voz que no puede gritar. Yo estaba paralizada; observándola luchar. No me podía mover de mi cama.  Olivia tanteó con desesperación por el aire, hasta llegar con su cansada mano a la mesita. Las pastillas verdes no estaban ahí. Ella seguía buscando la lámpara con una mano ciega, sin éxito, trataba de mencionar mi nombre, ahogándose más en cada respiración. Desde mi cama oía su corazón latiendo en busca de su esperanza en cápsulas. Seguí inmovil mientras su respiración se dejaba de agitar, se calmaba, hasta que quedó apagada por completo en un último suspiro, colgada a su cuerpo.
Después de eternos minutos salpicados de luces apagadas y sudor en la frente, saqué las pastillas verdes de mi camisón, las puse sobre la mesita y cerré los ojos esperando impacientemente llena de angustia a que la mañana llegara, con la enfermera, para ser transladada a la cama de la ventana.

A la mañana siguiente se llevaron a Olivia en una camilla, con sus pastillas y la Señora Rizos, tapada por una sábana que olía a desinfectante y cloro. Al rato me transladaron de cama, a la cama que estaba en la ventana . Mi corazón latía con 100 caballos de fuerza, me volteé para ver el espectáculo del nuevo día.
80 caballos de fuerza, 70, 60, 57, 40.
Por la ventana sólo ví la pared, blanca, del edificio de alfrente.

ALERGIA!

Casi nunca me amarro los cordones de los zapatos, pero cuando lo hago, se ven hasta bonitos y los logro desatar sólo a uñadas partidas, si los logro desatar. He dormido con los zapatos puestos un par de veces, y cuando esto sucede es porque mis uñas están recién cortadas y las tijeras están en un fiestón detrás de la nevera, que anda bien caliente. Nada en lo que la pereza no esté metida. Sólo pereza.  Muy muy pocas y contadas veces la razón por la que duermo con zapatos bien atados es que hay un algo en mi pecueca que me dice que tranquila, que dormir con estos zapatos no será malo. En éstas pocas contadas ocasiones no me aprietan, no incomodan, sólo me completan. Hasta me he llegado a encariñar con un par por un tiempo, pero luego ya ya ya que se acabó la güevonada y desato ese nudote con esfuerzo, garra y diente. Los cordones los guardo en la cordonería de cordones y quedan listicos para volverlos a usar en algún otro momento. Pero cuando están salados la tijera llena de guayabos sale de su guachafita y trás!; los pedacitos de cordón de colores se los doy a mi gato, ¿Te acuerdas de él? Ése que se llama Perro. Mi gato Perro los agarra y los lleva a jugar un rato por la casa, luego se los lleva a hilachitas a Papitas, la gata morada de mi vecino que los lleva a un país desconocido y no los vuelvo a ver. Es divertido ver a Papitas jugando con ellos hasta desaparecerlos, creo que es por eso que nunca los extraño después de que pasen por sus garras. 

Postre de tres sueños

Would you go on train
with me to nowhere?
Or on my unicorn?
Maybe Mars is there.

Fosforito Remolacha, esa que tiene ardillas corriendo por su cuerpo, la que canta en la madrugada al compás de la gotera del baño, la que corre con sus zapatos rotos, zapatos rotos con esa facha ¿a dónde vas? voy con rumbo a un nuevo mundo un perro amigo me sigue atrás, ella, no sabe pintarse las uñas.
Igual lo sigue haciendo, dice que lo hace para verse más bonita porque sus uñas son muy pálidas y tienen puntitos blancos. Se las empieza a cortar y cuando no ha cortado ni tres me dice mierda Fernando me corté jájajaja. Bota las uñas por el tapetico porque la caneca está muy lejos y ya tiene el culo dormido como para moverlo. Empieza pintandose siempre la uña del pulgar de la mano izquierda, la que le queda medio decente.   Se limpia lo que se sale con la uña del pulgar de la mano derecha y ya en el segundo dedo se aburre y se pinta todo el dedo. A la mierda, igual por la mañana no está ni la mitad de lo que me salí y después de la ducha queda la uña como pintada en peluquería. No sé la gente por qué se esfuerza tanto, me dice.
La mano derecha ni se la pinta, sólo la ensucia un poquito para no perder la costumbre.
Remolacha se frustra porque dice que yo me las pinto mejor que ella.

Fosforito salió esta tarde, salió por la ventana y se fue en bicicleta. Se iba fumando un peche y vi como tosía porque no sabe fumar peche, pero Fosforito está pelada y así la cosa es más dura y el peche siempre aguanta en situaciones como esta.
Mierda dónde puso esa mujer las papitas con sabor a queso esas que comemos cuando el viento no tiene nada que decir y nos toca hablarle a él? Papitas con sabor a queso.
No están en el cajón, no están debajo de la cama, no están en la caja de arena del gato, no están debajo de la puerta ni entre la ventana y la pared, no están dentro de sus botas ni entre sus calzones de colores.
Abrí la puertica de su mesa de noche y entre paquetes vacíos de papitas no con sabor a queso, cepillos y cosas encontré su cuadernito. Ese donde escribe cosas que nadie ve.


veinticincodejuniodeldosmildoce.
25, junio,2012

Estoy en la playa. Ahí hay una montaña enorme de pescados cubiertos por una malla roja. Hay gente sentada encima. La montaña es larga y bordea la playa. Llega un pescador y me dice: Estos peces no mueren fuera del agua. Siguen vivos todos. Me acerco y camino sobre la montaña, veo como debajo de la malla muchos se mueven rápidamente como si estuvieran nadando. No me puedo sentar, y no entiendo cómo estas personas se sientan sin miedo a que uno de esos peces se les meta entre el culo.

Ahora estoy en un concierto, una mujer de pelos rosados canta algo en la tarima, estoy con esa gente que le gusta esa música. Yo la detesto. Cambia el artista, música sucia. La mujer de pelos rosados sale y todo el público la sigue fuera, sólo unos pocos y yo nos quedamos a ver la música sucia.  Un hombre de pelo largo les pidió una canción que empezaron a cantar en finlandés.

Sin darme cuenta cómo llegué acá, estoy debajo del mar. Me siento como en un documental de televisión ya que mientras yo me muevo a través de los animales y el agua una voz me habla acerca de los elefantes marinos. Los elefantes marinos tienen cuerpo de anguila y una trompa desproporcional en tamaño a su cuerpo, tienen sexo entre madre e hijo de manera que su trompa toma parte en el acto y se comen entre sí. Mientras nado pasan frente a mí, parecen serpientes y se revuelven en las piedras. Me impresionan, pero no me asustan. Decido subir a la superficie y encuentro ahí una caja transparente con un hombre de bigote amarillo sosteniéndola. Estamos en la mitad del océano y me dice que también estaba viendo el documental de los elefantes marinos y que quiere ir más lejos pero le da miedo ir solo. Dentro de su caja, donde supongo guarda su cámara de video, veo un pedazo de mi habitación, ese donde está colgado el cuadro de Chaplin. Le pregunto: ¿Qué hace mi habitación dentro de tu caja? Y el me responde que mi cuarto está allá abajo.
Despierto.

Colibrí no pela bien la papaya

Fosforito Remolacha, esa del pelo rojo naranja café amarillo descuidado largo y los ojos de pasto brillando de miel a medio día y el ombligo lleno de canciones y los pies cansados y sucios, entró a su cuarto desesperada después de comer y no haberse lavado los dientes. No se los lavó, no porque no quisiera, no. Remolacha disfruta inmensamente el momento de lavarse los dientes porque se puede encerrar y mirar por largos minutos en el espejo cómo la espuma se riega por los bordes de su boca y ensucia el mármol y se pone a pensar qué se sentiría ser palmera o espejo, o sólo espuma en la boca de cualquiera y ver qué porquerías hay ahí. Ese día no se los lavó porque Mani Regueros, su hermano, estaba en el baño hace un rato con la puerta cerrada con llave como siempre, y si alguien le golpea para que abra se emputa y más se demora. Entonces Remolacha prefiere que la boca le huela a cebolla.

Mientras tanto, Mani Regueros puede estar haciendo un sinfín de cosas inútiles que no permiten a Fosforito lavarse los dientes y la obligan a oler a cebolla. Debe ser de esos que mientras cagan leen todos los tarros de jabón o champú que hay en la ducha. O debe estar prendiendo y apagando miles de fósforos mientras vuelve mierda la vela amarilla que compró su mamá. Puede estar llenando de papeles sucios el piso porque le da mamera abrir la caneca.También puede ser que ya cagó y tapó el baño y está tratando de destaparlo con alguna pertenencia de su hermana, aunque él no se toma la molestia de destaparlo, que lo haga otro. Probablemente se esté trasquilando la cabeza para que luego los sifones estén tapados con su pelo negro. O se está midiendo el vergo, o componiendo canciones sucias en el vapor de la ducha, o está afeitandose sus escasos pelos, o dañando la pequeña mata que hay en el mueble, siempre se encuentra quemada.

Pero lo que Fosforito Remolacha más espera que Mani esté haciendo dentro del baño para que ella tenga que dejar sus dientes con olor a cebolla por no poderselos lavar es cortándose una arteria.


En fin. Con la boca sucia y el desespero de no poder romper algo contra el piso enredado en sus manos, Fosforito aplastó el culo en el piso para leer un poco de 'Técnicas de masturbación entre Batman y Robin' de Ephraim. No le gusta sentarse en el puff verde a leer, el culo se hunde y las ideas no suben tan rápido. Porque todo pensamiento e idea de cualquier humano proviene de allí. Cuando Fosforito lee sólo piensa en salir a patear canecas mientras se fuma un Lucky. A mí me pasa lo mismo, no puedo evitar no querer irme a ese mundo oscuro que Medina escribe para mí lleno de calles sucias, whisky, gatos, vodka, labiales, bares, todo me importa un culo, gatos, gatos y arrastrar a Remolacha conmigo. Fosforito se despega un segundo del libro y entre un susurro y una risita me dice: "Mira esto Fernando, ¿No te dan ganas de volar y mandar todo a la mierda?, luego habrá tiempo para despertarnos y vivir unos años, por qué no morimos un rato y vamos allá?" Y luego me da un beso y sigue leyendo.

Lavadoras suicidas y penes negros con crema de maní, me desarmo.

Mientras tomamos Milo ella bosteza y me dice: "No entiendo y espero nunca llegar a entender, a los seres que habitan mi cabeza. Todo ser humano, exceptuando claro a políticos, trabajadores de la iglesia y cobradores de parqueadero, los tiene. Son pequeñas físicas réplicas de la persona cuya cabeza habitan, pero cada una tiene una personalidad diferente. La gente dice que cuando uno tiene depresión, rabia, delirios de personalidad y todas esas cosas, son el entorno, la gente, el clima, el cerebro, las personas, el ruido y demás los culpables. Pura mierda. Cuando algo así nos pasa es porque esos pequeños seres, llamémolos ahora colibrís, están viviendo un día normal y pasa algo como que a colibrí 1 no le gusta como colibrí 2 pela y corta la papaya porque no le da un aspecto bonito, o porque a colibrí 6 le molesta que colibrí 3 se coma las uñas de colibrí 46, o porque a colibrí 7 le empute que colibrí 0 termine antes que él. Estas cosas alteran su entorno y se refleja en la persona de afuera. Sé que todos tienen problemas de vez en cuando, pero marica Fernando esque los míos tienen serios problemas, están enfermos y no dejan de gritarme cosas. Hoy cuando bajaste a la cocina a hacer el Milo ya estaba en la última página del libro, me faltaban menos de dos párrafos para acabar y en mitad de frase, así sin esperar a un punto, cerré el libro, busqué desesperadamente un cuaderno y empecé a escribir sobre tí."

Nota de colegio - 23.04.2014

Repetición, repetición, repetición de años pasados. Subraya con rojo. ¿No con verde? No tengo rojo. Imbécil. Con el color que te entre en gana, puto. Encierren el cuadro con regla. No tengo regla. Pues hazlo sin regla, troglodita, o no lo hagas,  a todos nos importa un pepino.

Analizar un cuento es tan cruel como revelar el truco que hay detrás de la magia a un niño, en especial si tiene la cara toda untada de chocolate y de asombro. Detenerse en cada punto (a veces a mitad del beso, del incendio, qué osadía) a escuchar en voz de narrador de propaganda decir "Concatenacíón, Prosopodis, Esticomitia, Anacoluto, Epopeya..." y ver cómo las personas que vuelven al beso arrancado ya no encuentran igual la boca del otro, sabe como a Epanalepsis, y cómo el incendio trata de seguir quemando pero ya no puede arder.
Un cuento analizado está todo lleno de huecos, sabe amargo, está usado como papel de baño. Luego de analizar un cuento por horas, los ojos se empiezan a desviar por las letras porque mirar las formas de las nubes o pensar en lo molesto que es estar rodeado de gente resulta menos doloroso que ver como desgarran y se pelean desde todas las esquinas al pobre cuento, que no tiene la culpa de haber terminado en un colegio. Cada estudiante que responde con la misma voz de narrador al profesor colabora con la destrucción del cuento, que va perdiendo su ropita rasgada y se va poniendo gris y lleno de huecos por donde las hadas y los duendes van saliendo y se convierten en un polvo blanco al pisar el salón. El proceso es más dramático cuando tratan de sonar inteligentes. Idiotas. Idiotas. Idiotas.