miércoles, 24 de septiembre de 2014

Nuevo es este cielo

El día estaba un poco roto cuando llegué. Un poco rasgado y vuelto a remendar a la rápida por unas manos temblorosas. Era uno de esos jueves de marzo en el que me desperté queriendo ser lo que fuera menos un humano. Podría ser un oso polar. El recinto olía a sábanas limpias, comida recalentada empacada en platos de icopor y papel celofán, climurfanol 600mg, pecueca y anuncios de despejen los pasillos- despejen. La enfermera, que tenia puesto maquillaje con cara y unas manos carrasposas que olían a detergente barato, me acomodó después de acompañarme por el largo pasillo, blanco, en mi cama fría, blanca. La enfermera, Blanca, tenía un uniforme, blanco. Antes de haber llegado a la habitación me había dicho que mi compañera de cuarto tenía mi edad y una enfermedad terminal. La enfermera abandonó la habitación con pasitos afanados, de pronto para ir a coquetear con el jardinero que vi a la entrada , ése con cara de ballena triste y overol verde. 
La habitación era pequeña, retratos de personas saludables y felices colgaban en las paredes, blancas. Qué ironía. Una mecedora de mimbre con muchos de mis medicamentos ya ordenados encima. Desde que soy pequeña me gusta jugar a que las cajas de colores de éstos forman una ciudad con gente que sopla bombas de jabón , monta bicicleta y canta canciones al ir a comprar el pan. Como las de las películas.
Mi cama estaba al costado de la puerta, al lado de un mueble, la de ella al lado de la ventana, de la única ventana que había. "Soy  Lena, ¿cómo te llamas?", le dije desde mi cama tímidamente. Se volvió hacia mí y en ese momento me pude dar cuenta de que, aunque tenía mi edad, doce años cumplí en febrero, parecía de unos difícilmente 8 años mal vividos. Pálida, con los ojos en modo avión y una carita como de mierda, no me hables que estoy pensando en colibríes ahogándose en ácido, si me rompes los sueños te desconecto el suero y te rompo la carita. "Olivia", me dijo.
Olivia ... así se llama la señora gorda que vende figuras de globos al frente de mi casa.  Mi casa. Cuánto tiempo estaré fuera de ella, lejos de mamá y de Toto mirando al cielo, rascándose la oreja, mirando al cielo, bancas con naranjas despampanantes.
"Qué linda tu muñeca", balbuceé. Le iba a preguntar cómo se llamaba cuando sin darme tiempo la cogió, se la puso sobre las piernas y dijo como si las palabras no fueran para mí: "Se llama Señora Rizos". Le dirigí una sonrisa pero estaba con la mirada pintada en la ventana. 
 "Qué hay afuera?", le pregunté- Yo no me puedo mover, mis piernas se fueron un día a montar bicicleta hace unos 4 años y decidieron no volver. Nuestras camas estaban separadas por una cortina azulita, una cortina que probablemente había visto muchas personas morir o insumirse en sus medicamentos y máquinas alejándose de todo lo real. Perdida en su mundo de mariposas y alientos perdidos me respondió:"Está un señor dándole de comer a las palomas grises en un parque lleno de flores de todos los colores. También está la señora que viene todos los jueves a vender avioncitos de papel de revista." Que lindo tener la cama de la ventana, yo solo puedo ver el armario.
9pm. Volvió la enfermera con los ojos más cansados y probablemente sudores en los pies a darnos la cena. Plato de plástico tapado por papel transparente, adentro una carne y arroz con zanahorias. No comí nada. Nada sucedió y decidí no interrumpir a Olivia mientras comía lentamente. Cómo me gustaría preguntarle qué hacía antes de venir a este lugar, a qué sabían sus domingos por la tarde y como se llamaban sus vecinos.
Media hora llena de silencios después, Olivia se volvió hacia la mesita de alado de su cama y se tomó unas pastillas verdes que ya había tomado 3 y 6 horas antes. Los días pasaron sin novedades. Me gustaba preguntarle qué pasaba al otro lado de la ventana y me podía imaginar por horas al hombre del monociclo con su gorro amarillo, a los niñosjugando a la rueda rueda de pan y canela, a la pareja discutiendo porque él babeó mucho el algodón de azúcar, a la mujer que venía los martes a hacer su show de la mujer elástica, retorciéndose entre unos cubos de colores, al niño que hacía figuras de origami con las hojas de los periódicos que encontraba y al viejo con su cajita musical , entre muchas otras cosas emocionantes que pasaban allá. Ella me las contaba con una pasión como si ella misma estuviera afuera vieviéndolo todo , y así me hacía sentir a mi también.
Nuestros días se basaban en pastillas verdes cada 3 horas, comidas recalentadas, visitas de la enfermera distraída, de vez en cuando un programa de televisión cualquiera, mi libro de búhos, mis pastillas y dejar volar a mi imaginación hasta el parque.

A media noche de algún día de mayo de luna como llevada y olor a sangrecita en el pasillo, Olivia se levantó ahogándose entre las sábanas. Yo me desperté al oír sus respiraciones cortadas y afanadas, esas que produce el cuerpo cuando pide ayuda desesperadamente, esas respiraciones que trataban de reemplazar a la voz que no puede gritar. Yo estaba paralizada; observándola luchar. No me podía mover de mi cama.  Olivia tanteó con desesperación por el aire, hasta llegar con su cansada mano a la mesita. Las pastillas verdes no estaban ahí. Ella seguía buscando la lámpara con una mano ciega, sin éxito, trataba de mencionar mi nombre, ahogándose más en cada respiración. Desde mi cama oía su corazón latiendo en busca de su esperanza en cápsulas. Seguí inmovil mientras su respiración se dejaba de agitar, se calmaba, hasta que quedó apagada por completo en un último suspiro, colgada a su cuerpo.
Después de eternos minutos salpicados de luces apagadas y sudor en la frente, saqué las pastillas verdes de mi camisón, las puse sobre la mesita y cerré los ojos esperando impacientemente llena de angustia a que la mañana llegara, con la enfermera, para ser transladada a la cama de la ventana.

A la mañana siguiente se llevaron a Olivia en una camilla, con sus pastillas y la Señora Rizos, tapada por una sábana que olía a desinfectante y cloro. Al rato me transladaron de cama, a la cama que estaba en la ventana . Mi corazón latía con 100 caballos de fuerza, me volteé para ver el espectáculo del nuevo día.
80 caballos de fuerza, 70, 60, 57, 40.
Por la ventana sólo ví la pared, blanca, del edificio de alfrente.

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